Actualmente, tengo 18 años, dieciséis de los cuales comparto con mi hermano menor Matías. Mati nació con trisomía en el par 21, anomalía genética más conocida como síndrome de Down. O como prefiero decir, el dispone del cromosoma extra que a todos nos falta para ser un poco más humanos.
En toda relación fraterna pueden aparecer sentimientos de rivalidad, de celos, de amor, pero con un hermano como Mati todo se intensifica. Convivir, compartir, jugar, amar, crecer con un hermano que tiene síndrome de Down es un proceso de constante aprendizaje. Desafío tras desafío. La diversidad es un valor que te obliga a ver el mundo desde una perspectiva diferente, más sensible y enriquecedora. Hoy puedo decir que el síndrome de Down es una de las cosas más lindas que me pasó en la vida.
Para entenderlo de esa forma es mejor empezar a derribar algunos mitos clásicos: ¿Qué es el síndrome de Down? ¿Es una enfermedad? No, en absoluto. ¿Una discapacidad? Lo dudo. Sería injusto reducir a una persona a su condición de vida. Mi hermano se llama Matías, él tiene necesidades especiales, tiene síndrome de Down, pero eso no lo define. Goza de los mismos derechos y posibilidades que vos y que yo. No es especial. No es merecedor de tu lástima, sino tal vez de tu paciencia.
Al lado de Mati la vida es calma, observada desde los detalles. Te recuerda todo el tiempo la importancia de las cosas insignificantes. Él lo percibe todo. Si estás triste o feliz, tiene el abrazo perfecto para cada ocasión. La paciencia es parte de la rutina y es el arma que te pone a prueba en cada nueva experiencia.
De niña no tomaba conciencia de lo mucho que me enriquecía como persona a su lado, aprendiendo. Con el tiempo, entendés que ser capaz no quiere decir poder hacerlo todo, sino hacer lo que te gusta pero con pasión. Porque su perseverancia y testarudez son un medio ejemplar para lograr todo lo que uno se proyecta. Comprendés también que con la simpleza de un gesto o una palabra en una media lengua, te hace sentir la persona más afortunada.
Y sí, es verdad que mi hermano aprendió a caminar a los 18 meses. Tal vez hoy no corre tan rápido, o no tiene agilidad para jugar con la pelota. También es cierto que asimila los contenidos a un ritmo menos acelerado que el resto de los niños. Y sí, sus ojos son más rasgados, sus meñiques un poco torcidos y a veces se le asoma la lengua solita.
No voy a mentir. No es fácil para una familia escuchar este pronóstico de la boca de un médico. Estoy segura de que pasaron muchos miedos e incertidumbres por las cabezas de mis padres en ese momento. ¿Qué podrá hacer? ¿Qué no? ¿Escribirá, leerá, será bueno en matemáticas o en sociales? ¿Será feliz? ¿Lo aceptarán? Pero ¿no son esas las inseguridades de todo padre? Tal vez sí. Toda familia tiene la certeza de que su hijo será capaz de hacer muchísimas cosas, pero lo que no sabe es si la sociedad está preparada para ayudarlos a realizarse como personas. No porque seamos incapaces, pero todos cometemos errores. Alguna vez, todos pecamos desde la ignorancia: ignoramos lo que es ajeno, lo que no nos afecta a nosotros ni a nuestros seres queridos. Nos limitamos a respetar la ley, nos asusta lo nuevo. Lo diferente. El otro: aquel universo que no podemos comprender.
Y por ello, muchas veces cometemos la equivocación de transformar los derechos de las personas con síndrome de Down en privilegios. Desconfiamos de su potencial y no les damos la posibilidad de creer en sus aptitudes para demostrar que pueden conseguir aquello que se proponen. Debemos evolucionar como colectivo social, y para ello, abrir los ojos, sensibilizar el corazón y dejar de entender la discapacidad como un impedimento.
Hay una cosa de la que cada día estoy más segura y es que todas las personas que tienen esta condición genética dominan un potencial como pocos, y que en realidad, su barrera más grande no es el síndrome de Down, sino la que construimos todos con nuestros estereotipos y preconceptos.
Por Candela Delorto
Equipo de Prensa
Fundación Por Igual Más
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